Dalia y el sol

Reencontrarse con alguien o con un lugar que no ves hace mucho tiempo es una dicotomía. La semana anterior al viaje fue marcada por los recuerdos y los rencores. Dalia miraba a los pocos árboles de su ciudad gris y casi podía sentir el olor a naranja y a limón. Hasta las ramas secas que la saludaban en la ventana de su habitación la recordaban de las flores blancas chiquititas con núcleos amarillos que ella tanto amaba. Dalia intentó tener un pequeño naranjo en su apartamento, pero el sol no llegaba con la intensidad que el naranjo necesitaba. Si fuera honesta, el sol en este piso tampoco era suficiente para hacer florecer a Dalia. La culpa es del nombre, ella siempre decía. Si mi nombre fuera Violeta seguramente estaría muy cómoda con el sol ocasional, pero no, hasta en este momento mis padres ya planeaban mi destino, como si me atasen a la granja soleada de la familia para siempre, decía ella, por la quinta vez a su amiga de la oficina.
Las vacaciones en tu pueblo te van hacer bien, contestaba la amiga. Hacía meses que Dalia trabajaba demasiado, no tenía tiempo ni para ir al parque a hacer su fotosíntesis. Y como una flor que no recibe el cuidado que necesita, se veía marchita. Pero volver a su pueblo, después de tantos años, no le parecía la solución para tener el descanso que tanto necesitaba. En realidad, surtía el efecto contrario. Generaba una preocupación siempre que ella se tumbaba en la cama. Preocupación de explicar su ausencia en los cumpleaños, en las cosechas y en todos los eventos. Siempre había trabajo en la granja. Y después de todo el trabajo, había que celebrar. El esfuerzo, la naturaleza, la familia siempre unida. Bueno, ni siempre. Ella era la prueba viva. Las llamadas y cartas llegaban, siempre con invitaciones. Ella contestaba que tenía mucho que hacer en la ciudad. Una y otra vez. Hasta que las invitaciones pararon de llegar.
Entonces, en un Lunes cualquiera, una carta de su hermana le invita a visitarla. Tengo algo que contarte, algo que no cabe en una carta o en una llamada, decía la primera frase en una letra que Dalia conocía muy bien, dado que fue ella quien enseñó su hermana a escribir las primeras letras y a juntarlas a fin de escribir los nombres de su mamá, de su padre y de todos los 12 perros, 20 ovejas y incontables árboles. Al final de todo este nombrar, Margarita ya estaba praticamente alfabetizada. Lo que parecia algo bueno, pero también fue el principio de algo malo. Los padres no querían enviarla a la escuela ya que Marga sabía lo necesario. Como si alguien algún día fuera capaz de saber lo necesario para vivir en este mundo. Pero el mundo de sus padres era mucho más chico de que el mundo de Dalia, ella percibió años después. Fueron muchas peleas entre los padres y su hija más vieja, pero Marga sí frecuentó a la escuela, aunque no concluyó sus estudios. Lo que ella quería era saber era de la tierra, de las plantas, seguir el plan de sus padres.
Quizás fue en este momento que las dos se alejaron, piensa Dalia, mientras mira campos y más campos pasando en rápido por la ventana del tren. Mismo los más secos, más pobres, más abandonados tenían la misma casa donde vive la família y la misma casa chiquita donde se guardan todas las herramientas. Los animales reposan en el pasto. Mirando este paisaje, que ella conocía tan bien, se durmió. En los sueños, la imagen de su antigua casa se mezclaba con todo lo que había visto en el camino. Las horas pasaron rápido y ella había llegado a su destino final. Con la maleta en la mano y un libro que no leyó ni una sola página, Dalia caminó el camino que hizo tantos años antes, cuando se marchó.
El cielo tenía un azul claro brillante que le obligaba cerrar parcialmente los ojos. Era como si esta inmensidad de azul solo pudiera ser absorbida a pocos. Ella tenía tiempo. El sol brillaba y calentaba sus mejillas. Y aunque hubiera un viento frío, típico de una mañana que empezó no hace mucho, ella quitó su chaqueta para sentir esta calentura solar también en los brazos. ¡Cómo extrañaba el sol! Dalia caminaba con prisa y entonces se paraba. Quería y no quería llegar. Pero sabía que necesitaba, así que, en un impulso, empezó a correr. Diez minutos y estaba, sin aliento, en frente a un lugar que, después de tantos años, solo parecía existir en su memoria. Un fantasma que recordaba toda esta otra vida que ella no quería recordar. El olor a naranja llegó primero que la imagen. Entonces se dio cuenta de que llevaba los ojos cerrados.
Respiró profundo y los abrió. El pasto estaba verde, como siempre estuvo. Los árboles cargados de frutos le parecían gigantes, sus copas casi tocaban el cielo, lo que sí sonaba imposible, pero aparentemente era realidad. Ni cuando era niña estos árboles, que ya estaban ahí mucho antes de ella y probablemente también estarán después, le parecían tan imensos. La casa ahora tenía una cerca de tablas blancas con pinturas de flores rojas, rosas y moradas. Algunas flores eran realistas pero otras claramente parecían dibujos de niñas. Les faltaban pétalas. Los colores no se mezclaban bien. Pero esta desarmonía entre flores perfectas e imperfectas hacía un lindo jardín. Los muchos perros dormían en la entrada y ella no reconocía a ninguno.
Avistó de lejos una casa de vidrio, luciendo el sol. Y aunque era difícil ver de lejos, ella sabia que se trataba de la estufa de flores con que la hermana siempre había soñado. En el centro del patio, cercada de vegetación en incontables tonos de verde estaba la casa. Las paredes ya no tenían el mismo amarillo sin vida de antes, ahora eran vibrantes, mientras las ventanas azules y las puertas rojas insinuaban algo de divertido. Solo después de absorber todo el paisaje llegó el sonido.
Dos niñas se reían, mientras la tercera lloraba. Las otras le robaron algo y corrían juntas por el campo, sonriendo, mientras la tercera niña no las alcanzaba. En medio del caos, la madre de las niñas sale de la casa con un bizcocho en las manos y parece ignorarlas por un momento. Entonces lleva el bizcocho a una mesa larga, con bancos de madera y muchos panes, tazas y frutos. Solo ahí se da cuenta del caos y la inminente pelea. “¡Ya!”, grita la madre, “ Devuelvan la muñeca a Flor. Ya les dije, aunque sea por hoy, a portarse bien. Su tía llega pronto. Y yo no quiero que se vaya”. Las tres chicas paran y hacen las paces. Dalia sonríe y piensa en cómo le gustaría hacer las paces así de fácil. Pero las flores viejas poseen demasiadas espinas. Demasiadas raíces. Demasiadas certezas - en especial si estamos hablando de su familia.
De lejos, Marga sonríe para sus hijas y respira profundo. Mira al florero que lleva una mezcla de colores y texturas de su estufa. Y pide al cielo azul y al sol gigante en el medio del azul, que todas las flores, las del florero y las que comparten su apellido, se mantengan en armonía. Al menos por hoy.
Depois do traduzido, vim conhecer o original